miércoles, 20 de julio de 2011

NORUEGA (Agosto 2010)

La imagen que ofrece Noruega al exterior es la de una preciosa tierra llena de fiordos, pequeñas y coloridas casas diseminadas a lo largo de la escarpada costa y una convivencia armoniosa entre el ser humano y la naturaleza. Pues bien, si a todo ello unimos el altísimo nivel de vida del país - reflejado en los elevados precios-  podemos decir que experimenté todo ese cúmulo de sensaciones en su totalidad.

Viernes 27 de agosto:

Partimos de Málaga a las 16 horas, y mientras aguardábamos nuestro turno para embarcar en el avión apostábamos sobre el reducido número de pasajeros que podrían ir a un lugar tan remoto y poco conocido como Haugesund.
Sin embargo, para nuestra sorpresa, y a pesar de que el avión no iba lleno ni mucho menos, nos sorprendió el elevado número de pasajeros españoles, que representaban más de las dos terceras partes del pasaje.
Iniciamos una conversación con una noruega que se situaba justo a nuestro lado en la fila de espera previa al embarque. Hablaba un español prácticamente perfecto, pero desprendía un acento muy notorio, que en un principio me pareció sudamericano. En seguida ella misma nos sacó de dudas.
Bueno, mi español es bueno porque llevo 11 años viviendo con mi pareja en Tenerife”-
nos dijo. A su lado había un chico moreno, de baja estatura, bastante más bajo que ella, que corraboró las palabras de su compañera.
“Noruega es un país carísimo y muy diferente a España. Tened cuidado si váis a conducir porque allí todo el mundo respeta al máximo los límites de velocidad, que son de 40 en la ciudad y 90 en autopista”- nos dijo la chica.

Ante esta sorprendente, pero interesante noticia, quisimos seguir indagando un poco más acerca de su país. Queríamos derribar o reafirmarnos un poco más en algunos de los mitos que acompañan a la imagen de Noruega que tenemos en el extranjero.
“Bueno, no os preocupéis por el alquiler del coche o por tomar un taxi, porque con el cambio de moneda allí absolutamente nadie os va a engañar. Los noruegos son gente absolutamente honesta y no conciben esa picaresca a la que vosotros hacéis referencia como un medio para beneficiarse a costa de otros. Esa fue una de las cosas que me llamó la atención de España cuando llegué”- continuó.
“Bueno, también te sorprendió lo de las latas,verdad? Cuéntales”- le espetó su compañero.
“Ah, bueno, si. En Noruega a nadie se le ocurre tirar una botella a la papelera y ni mucho menos al suello porque los supermercados dan dinero por cada botella o lata vacía que reciben. Así que cuando llegué aquí, a los dos o tres meses mi marido me preguntó el motivo por el que juntaba tantas latas en la casa, y no las tiré hasta que no me aclaró que aquí en España eso no se estila!”- comentó entre risas.


Cuando le comentamos nuestra intención de visitar Bergen, Stavanger y el Preikestolen, inmediatamente nos advirtió: “El Preikestolen está muy chulo, pero para subir allí lo tenéis que hacer atravesando un camino de cabras. Y entre Bergen y Stavanger, no tengáis dudas: Stavanger es mucho más bonito”- afirmó con un atisbo de sonrisa pícara que nos transmitía un cierto aire de orgullo local en lo que se refería a Stavanger, puesto que nosotros habíamos oído hablar mucho más y mejor de Bergen.

Por último, tuvimos curiosidad por saber si regresarían en el mismo vuelo que nosotros 3 días después, al igual que la inmensa mayoría del pasaje, pero viajaban con billete únicamente de ida: “Vamos a dos bodas” – dijo él. “La primera mañana sábado y la siguiente el sábado que viene. Podrían haber puesto las dos bodas en el mismo día. Al fin y al cabo vamos a estar muchos de los invitados en las dos bodas” – bromeó. Sin embargo, ella, una chica gruesa, alta y en apariencia muy segura de sí misma, añadió que no era posible porque los invitados de la otra parreja no iban a ser los mismo, los cuál me hizo suponer que no captó del todo la broma de su compañero.

A continuación, se añadió a la conversación una pareja de Fuengirola, que casualmente volvían el mismo día que nosotros y también se alojaban en el Scandic, nuestro mismo hotel. No obstante, sus planes no coincidían demasiado con los nuestros, ya que mientras que nosotros pasaríamos las tres noches en Haugesund, ellos sólo permanecerían allí la primera noche, para volver ya el último día. En medio, un ajetreado viaje que incluía un crucero por los fiordos muy al norte de donde aterrizaríamos, a unas 6 horas en barco. Precisamente eso, las enormes distancias, nos habían hecho desistir a nosotros de planear algo similar.

El tiempo continuaba pasando, y nuestra perplejidad iba en aumento cuando veíamos que un importante número de viajeros eran españoles, más concretamente andaluces, y que muchos de ellos iban a nuestro mismo hotel, algo que tampoco debería ser tan descabellado cuando Haugesund, una población de 35.000 habitantes y no excesivamente explotada turísticamente, sólo disponía de cuatro o cinco hoteles.

Un suegro y un yerno, algecireño y sevillano respectivamente, también iban a nuestro hotel. La curiosa pareja había sufrido una baja de última hora, y aunque no tratamos de averiguar de quién se trataba, supusimos que sería la esposa del más joven la que por enfermedad no pudo aventurarse en la empresa que a todos nos reunía en aquella fila, aguardando nuestro turno para poder embarcar.
Finalmente, una segunda pareja se nos dio a conocer. Él era cordobés afincado en Madrid y ella malagueña. Y…efectivamente, también iban a nuestro mismo hotel!.

El vuelo duró tres horas y media, treinta minutos menos de lo estipulado, y una vez en tierra nos dispusimos a recoger nuestro equipaje, el cual lo obtuvimos de una forma muy rudimentaria, a través de una pequeña cinta transportadora anexa a la pista de aterrizaje. Tal y como nos bajábamos del avión, los operarios del aeropuerto distribuían las maletas por esa cinta, por lo que recogimos la maleta al instante.
El aeropuerto era muy modesto, pequeño y estaba en obras. Apenas había un par de compañias aéreas o tres que estuvieran representadas en los mostradores. No hubo control de pasaportes a nuestra llegada, y tan pronto como tuvimos la oportunidad de montarnos en el autobús que nos llevaría al hotel, lo hicimos, previo pago con la tarjeta de crédito, algo que se estila mucho por aquellos lares. El motivo por el que tuve que recurrir a mi tarjeta se debió a que no nos fue posible encontrar ninguna oficina de cambio y una de las parejas con las que coincidimos en el vuelo nos instó a subir rápido al bus porque su marcha parecía inminente. Luego, sin embargo, demoró la salida unos quince minutos en los que todos demostramos una paciente espera.
Tan pronto como encendí mi teléfono móvil me aparecieron dos operadores, decantándome por Telenor.

El trayecto hasta la ciudad de Haugesund apenas duró 20 minutos. La carretera era estrecha y estaba rodeada de árboles y agua por todas partes, algo que iba a ser la tónica paisajística durante todo el viaje.
Atravesamos un gran puente para acceder a la ciudad, que estaba totalmente desierta, apenas podíamos ver a nadie por las calles. Eran las 9 de la noche y estaba atardeciendo, pero el día parecía haber acabado mucho antes para los habitantes de Haugesund.

Las calles eran anchas, espaciosas y las casas se repartían armoniosamente. Por lo general, el terreno era llano, y apenas había grandes desniveles. A ambos lados podíamos ver árboles.Muchos árboles. No hacía excesivo frío, unos 13 o 14 grados.

El conductor, un hombre al que le costaba entendernos en inglés, nos dijo que nos avisaría cuando llegásemos al lugar donde debíamos bajarnos. A estas alturas ya habíamos entablado cierta confianza con las dos parejas malagueñas, mientras que el resto de pasajeros del autobús también eran en gran parte españoles y buscaban el mismo hotel.

Nada más llegar, nos atendieron en recepción dos personas: una chica rubísima, seria y eficaz en su trabajo. Se desenvolvía sin hacer alardes de simpatía, pero al mismo tiempo parecía ser muy competente con todo lo que hacía. A su lado, un hombre joven, muy moreno, que en cuanto vió entrar a semejante numero de turistas españoles, y más en concreto andaluces, no daba crédito a lo que veía.
“Yo soy gallego, y trabajo en este hotel, y en todo el invierno no he visto ni un solo español por aquí, y ahora de repente llegáis 30 españoles al mismo tiempo al hotel.”- nos comentó muy sorprendido.

Nuestra respuesta fue al unísono una carcajada aludiendo referencia a la ganga de viaje que habían ofertado desde la compañía aérea de bajo coste y que apenas acababa de empezar a operar con regularidad entre Málaga y la ciudad noruega de Haugesund.

El Scandic Hotel es un lugar muy recomendable, tanto por precio – para lo que es Noruega – como por prestaciones y atención al cliente. Mi habitación era una doble, espaciosa, limpia, con un gran televisor de plasma y muchos canales de televisión, aunque ninguno de ellos español, todos eran locales excepto la BBC británica. Me sorprendió comprobar como ninguna película está doblada, todas están en versión original en habla inglesa, con los correspondientes subtítulos en noruego. En el momento en el que me detuve a descansar y acomodarme en mi habitación, vi un rato la serie de televisión “Los Simpsons”, en inglés y con sus subtítulos en noruego, exactamente igual que lo que ocurría en Islandia.

Tras una ducha, bajamos a la recepción y decidimos dar una vuelta por la calle principal de la ciudad, una zona peatonal en la que no había mucha gente, eso sí, la que había se apiñaba en un pub en el que había una actuación en directo, pero se trataba de una fiesta privada. De todas formas, la mayor parte de la gente estaba a las puertas del bar y pudimos contemplar muy bien la escena. La gente reía, conversaba, bebía…todos parecían disfrutar, mientras que justo en frente se ubicaba otro pub mucho más tranquilo, con un par de meses ocupadas, una de ellas por uno matrimonio y su hijo que habían venido en nuestro mismo vuelo y que tras acomodarse en el hotel, optaron por salir a tomar algo como nosotros. Había una pantalla gigante en el exterior del bar, justo en la calle, donde estaban retransmitiendo la final de la Supercopa de Europa de fútbol, sin que absolutamente nadie, ni siquiera los españoles, le prestásemos la más mínima atención.
Nos dirigimos a un cajero automático y allí sacamos dinero. Era la mejor forma de obtener las necesarias conoras. En ese momento me encontré con dinero por partida doble: tanto en euros como en coronas, pero no me importó porque a lo largo del viaje distribuí las coronas muy bien.

Uno de los matrimonios que habían hecho buenas migas con nosotros optó por tomar algo en un pequeño y desangelado restaurante asiático, porque ella estaba hambrienta, mientras que mis compañeros y la otra pareja, decidimos tomar una copa en el Irish Viking, y citarles allí.
Curiosamente, hacía escasos cuatro días que había regresado de Irlanda y me encontraba en el interior de un pub en el que estaban tocando música irlandesa. Se trataba de música celta en general, pero muchas de auquellas melodías todavía las tenía en la cabeza tras mi reciente visita a Dublín, como la famosa canción “Whikey in the jar”.
El local era amplio, y tenía una decoración que hacía inequívocas alusiones a la cultura vikinga: hachas, cascos guerreros, armaduras, espadas, escudos…incluso la piel de un oso polar colgaba de sus paredes. Las mesas estaban preparadas para comer pero como rozábamos la medianoche, las pocas personas que nos encontrábamos en el local lo que hacíamos era tomar copas. Bueno, en realidad, yo sólo tomé un refresco por valor de 35 coronas (4,7 euros). La cerveza era un placer prohibido para mi, aunque Iván, uno de nuestros nuevos amigos, si se atrevió a tomarse una por el módico precio de 8 euros al cambio.
El grupo de música era más bien peculiar. Lo componían un chico joven y grueso, que tocaba la guitarra acústica y cantaba. A su lado se sentaba otro mucho más robusto que que tocaba una especie de tambor, y completaba el trío masculino un tipo de avanzada edad, con el pelo poblado de canas y muy largo. Todos ellos llevaban sus correspondientes kilt (faldas escocesas). Para completar tan extravagante grupo, una joven mujer, de aspecto delicado, muy delagada y pelirroja, tocaba la flauta. No se por qué, pero me dio la sensación de que aquellos músicos no eran ni noruegos ni irlandeses, sino escoceses. En fin…

Acabamos el día acordando con una de las parejas, Jose y Laura, alquilar un coche entre los cinco para dos días y hacer las rutas conjuntamente. Ellos eran mayores que nosotros, pero sin embargo, todos ibamos en el mismo plan, por lo que adaptar nuestros planes de viajes y llevarlos a la práctica conjuntamente no supuso ningún cambio drástico para ninguno de nosotros. Por su parte, la otra pareja ya tenía contratada una excursión por los fiordos muy hacia el norte del país, pero les adiviné en sus rostros cierta decepción por no poder apuntarse a los planes que acabábamos de improvisar.

A pesar de que el recepcionista gallego nos recomendó encarecidamente que alquilásemos un coche entre todos, llegamos a la conclusión de que no habría tanta diferencia en lo económico por los numerosos peajes y ferrys que deberíamos tomar, pero eso si, resultaba evidente que nos daría muchísima más independencia viajar por nuestra cuenta y renunciar al transporte público.

Sábado 28 de agosto: BERGEN

Quedamos a las 8 de la mañana en la cafetería del hotel para desayunar y atar los últimos cabos del alquiler del coche. Desde las 6.30 no podía dormir puesto que los rayos de luz del recien aparecido Sol penetraban violentamente en mi habitación. Había cortinas, pero desde mi viaje a Islandia me acostumbré a dormir sin ellas y hasta hoy no he vuelto a cambiar mi costumbre.
Tras varios titubeos, finalmente reservamos un coche por internet y fuimos a recogerlo al aeropuerto usando el billete de ida y vuelta que habíamos sacado el día anterior. Comenzó a llover y no encontrábamos la parada de autobús. En el hotel nos indicaron una dirección, mientras que un transeunte al que abordamos, nos indicó todo lo contrario. Ante tal confusión, probamos suerte y topamos milagrosamente con el bus que se dirigía al aeropuerto. Previamente también preguntamos en un hotel cercano, pero nadie nos pudo aclarar nada.

El chófer presentaba aspecto singular aspecto. Lucía un bigote muy bien cuidado y recortado, que terminaba en una fina punta por ambos lados. No transportaba muchos pasajeros, quizas porque no se trataba de una hora próxima a ningún vuelo de salida.
La lluvia comenzó a ser más constante en el momento en el que nos detuvimos frente a la entrada del aeropuerto, y cuando por fin alcanzamos su interior, tuvimos que esperar por espacio de más de media hora hasta que el encargado de la oficina de alquiler de coches diese señales de vida. Cuando por fin apareció ya había hecho esperar a varias personas, entre ellas una pareja nórdica que compartió espera con nosotros con una tranquilad pasmosa. Mientras la mujer se paseaba a un lado y a otro de la minúscula terminal, el hombre alimentaba al más pequeño de los tres niños que tenían junto a ellos.

Al menos el chico de la oficina, que no lograba expresarse en un inglés ni tan siquiera aceptable, no nos cobró el GPS, quizás una condescendencia sabedor del tiempo que nos había hecho perder. Cuando uno de nosotros le preguntamos por la posibilidad de que el seguro a todo riesgo también incluía el seguro por robo, su respuesta nos dejó estupefactos. Tras dudar un instante y abrir el libro donde se reflejaban los términos y condiciones del contrato del seguro a todo riesgo, nos dijo que el seguro por robo en Noruega no existe porque…¡no se contempla tal posibilidad!. Increíble.
Le insistimos sobre que pasaría en el caso, tan improbable como nos quería hacer ver, de que sucediese, y su respuesta fue de lo más lacónica: “No se preocupen, no pasará”.

Así pues, tomamos el coche y programamos el GPS rumbo a Bergen: nos aguardaban 150 kms y tres horas de camino por carretera, túneles, puentes y un ferry. La lluvia comenzó a amainar, y en cuanto atravesamos la ciudad de Haugesund, la carretera comenzó a estrecharse. Respetamos escrupulosamente los límites de velocidad ya que en el escasísimo trayecto que llevábamos recorrido, habíamos localizado hasta 3 radares.

Los parajes eran muy hermosos, verdísimos y llenos de agua. Había zonas habilitadas con merenderos e incluso algún camping. El agua estaba en todas partes, en forma de pequeños ríos o grandes lagos, donde descansaban tranquilas algunas embarcaciones de recreo.

Hicimos una pausa en Jektevík, un lugar donde se podía embarcar con el coche aunque ignorábamos el destino. Mientras estirábamos algo las piernas, descubrimos dos grandes medusas en el agua del mar, mientras se acercaba el ferry que iba a transportar a los escasos tres coches que esperan su turno.

Continuamos nuestro viaje y cruzamos un par de túneles bajo el mar, el primero a 133 metros bajo el nivel del mar, y el segundo a 260. Este último tenía una bajada de 4 kms y justamente en cuanto se llegaba a la mitad del recorrido, comenzaba una subida ininterrumpida de otros 4 kms. La verdad es que tanto los túneles como los grandes puentes son una colosal obra de ingeniería indispensable para las buenas comunicaciones por tierra de este país.

Al fin llegamos a Húsavík, lugar donde tuvimos que detenernos para abonar el peaje antes de embarcar nuestro coche en el ferry. Pagamos 398 coronas (40 euros), el conductor y el coche entran en un precio y a partir de ahí dependiendo del número de pasajeros el precio va en aumento. Esperamos por espacio de 30 minutos y aunque el lugar constaba de cafetería y supermercado, pocos eran los que se bajaban de sus automóviles.

Cuando llegó el barco, el casi centenar de coches que se apiñaban en la zona de espera comenzó a acceder lentamente hacia la impresionante embarcación. Una vez dentro, aparcamos y subimos a la cubierta, donde contemplamos unas vistas muy hermosas. Aquel era nuestro particular crucero por los fiordos y aunque en realidad no atravesamos ninguno, se antojaba innecesario pagar por pasear en barco cuando ya lo estábamos haciendo.

El ferry estaba muy bien equipado y era capaz de cubrir las necesidades de cualquier pasajero. En el interior se encontraba una gran sala donde se podían obtener comidas y bebidas, junto a amplios y cómodos asientos alrededor de mesas muy funcionales. Todo ello acompañado por pantallas donde se daba información meteorológica de la zona y del cambio de moneda, además de la correspondiente publicidad. En uno de los extremos de la sala interior había una maqueta del barco.

El día estaba nuboso y hacía algo de fresco, pero cuando el Sol dejaba a un lado su timidez y volvía a salirnos al encuentro, nos transmitía una sensación muy agradable.

Al abandonar el ferry aún restaban 25 kms para llegar a Bergen, ciudad muy diferente a Haugesund tanto en tamaño – la segunda ciudad del país- como en el ambiente – gran cosmopolitalismo personificado en numerosos inmigrantes, muchos de ellos de origen subsahariano.

Estacionamos nuestro vehículo frente a un gran centro comercial, donde comimos en uno de sus establecimientos de comida rápida debido a que la compra en el supermercado se nos antojó excesivamente cara. El centro comercial constaba de dos plantas y se comunicaba directamente con la estación de autobuses. Adquirí un par de postales a un precio desorbitado: 10 coronas por postal (1,2 euros). Poco después descubriría que en gran parte era cosa del lugar porque las llegué a encontrar a 8 coronas en otros lugares, aunque tampoco es que eso supusiera una ganga.

Mientras comía, contemplé a la gente que entraba y salía incesantemente del centro comercial. Había gentes muy diferentes: rubios en su mayoría, si, pero al mismo tiempo observé muchos ciudadanos extranjeros – compitiendo en número turistas e inmigrantes por igual.

Pusimos rumbo a Lille Lungegårdsvannet, el centro neurálgico de la ciudad, que consta de un gran lago presidido por una fuente, y rodeado de bancos y árboles. En uno de sus extremos se sitúa el Museo de Arte, junto a la chistosa estatua de un niño asustado por el agua.
Desde el lugar podíamos ver coloridas casas situadas a media ladera, junto con un gran número de palomas. Las flores eran las protagonistas del parque, y por si podían pasar desapercibidas para alguien, se aseguraron de tomar absoluto protagonismo en una pintoresca y singular exposición: decenas de zapatos formaban un círculo conteniendo una maceta en su interior. ¿Arte o extravagancia sin más? Original, aunque no llegué a saber los motivos que llevaron a semejante demostración de ingenio…

Subimos una calle, muy comercial, y al girar a la deracha nos topamos con el Bryggen y su mercado de pescado. El Bryggen es el auténtico símbolo de la ciudad, y uno de los más famosos de toda Noruega.
En el mercado de pescado había de todo, desde gambas y calamares hasta caviar. Las degustaciones eran gratuitas y muchos de los vendedores de pescado eran españoles, y por consiguiente se hablaba castellano tal y como rezaba en un cartel que anunciaba al idioma de Cervantes junto con el inglés, francés y ruso.
Asimismo, encontramos varios puestos donde vendían souvenirs de todo tipo, pero los precios eran un importante inconveniente a la hora de recordar nuestro viaje a través de un recuerdo barato.

No quisimos entretenernos porque era tarde y teníamos que admministrar correctamente las horas de Sol que restaban, por lo que subimos al Floibonen, un funicular que por 70 coronas (14 euros), nos subía a una montaña en un trayecto de 7 minutos, y que tuvimos que hacer de pie ya que los vagones estaban repletos de turistas. Turistas orientales y escandinavos de cierta edad, pero también muchos españoles. Algunos de ellos los habíamos visto en nuestro vuelo desde Málaga.

La ascensión es muy bonita y una vez arriba las vistas son inmejorables, aunque si el día hubiese estado un poco más despejado, la belleza habría resaltado aún más. De todos modos, Bergen lucía hermosa entre montañas. Al fondo se divisaba una fina lluvia, quizás incluso fuerte, pero nosotros nos manteníamos en una posición privilegiada resguardada de la lluvia, aunque no por mucho tiempo, puesto que en cuanto nos adentramos en un espesísimo bosque comenzó a lloviznar.
Un pequeño puente de madera- no podia ser otro material tratándose de Noruega- cruzaba un pequeño arroyo, agolpándose los árboles a uno y otro lado. Eran pinos jóvenes que apenas dejaban divisar el horizonte acompañados de multitud de helechos que convivían con la humedad. Existía un sendero que permitía hacer el camino de vuelta a pie, por lo que la entrada nos hubiera costado la mitad, pero no había ni ganas ni fuerzas para ni siquiera plantearnoslo.

En el momento en el que decidimos volver a bajar a la ciudad, el viaje fue mucho más tranquilo, con menos gente. Fuimos rápidamente al Bryggen, la imagen más conocida de la ciudad.

Junto al mar, decenas de pequeñas embarcaciones de recreo estaban ocupadas en muchos casos, por gente que celebraban fiestas con música y bebida. No creo que tuviera necesariamente relación con aquello, pero es cierto que coincidimos en el centro de la ciudad con muchas personas ataviadas con los llamativos trajes tradicionales noruegos, y todo hacía indicar que venían de una boda.

Regresamos al mercado de pescado, pero ya apenas se mantenían abiertos un par de puestos, así que optamos por volver al centro comercial para reponer fuerzas y tomar algo caliente, porque eran más de las 7 y ya estaba refrescando. En el interior del centro comercial ya todo estaba cerrado así que nuestra única opción fue tomar un mal café  y dos helados servidos generosamente en una pizzería totalmente desierta. Los siete viajeros permanecimos allí por espacio de una hora.

El camino de vuelta se antojaba pesado; sin embargo fue mas plácido de lo esperado. El ferry, donde nos cobraron 50 coronas menos (6 euros) por razones que no llegué a comprender, estaba casi vacío y campamos a nuestras anchas. Eran las 9 y el Sol ya se había puesto aunque el paisaje del mar con sus pequeños islotes, junto a un cielo con una tonalidad rojiza, daban un bello aspecto al momento.

Dos horas más tarde llegamos a Haugesund, justo con el tiempo para descansar y pensar en nuestro próximo destino: Preikestolen.

Domingo 29 de agosto: PREIKESTOLEN

Nuevamente a las 8 de la mañana ya estábamos en pie, y tras una ducha, bajé a la cafetería. En esta ocasión la sala estaba prácticamente vacía, y apenas un par de personas se servían su desayuno.

A pesar de madrugar, salimos algo tarde hacia Stavanger, la tercera ciudad en tamaño de Noruega. Aunque nuestro destino iba a ser Preikestolen. Justo antes de partir, pregunté a la chica de recepción acerca del lugar y ante mi sorpresa, la puse en un apuro puesto que recurrió a uno de los folletos turísticos para tratar de responder a una pregunta tan simple como que dirección debíamos tomar una vez llegásemos a Stavanger.
Al mismo tiempo, otro cliente del hotel la requirió, momento en el que aproveché para retirarme disimuladamente y desistir en mi intento de obtener una respuesta.

La mañana amaneció soleada, muy agradable. Quizá sea por lo poco habitual, pero cuando luce el Sol, los pueblos nórdicos me resultan bellísimos. El Sol irradia un matiz de hermosura dificilmente explicable e identificable en otras latitudes.

El camino hasta Preikestolen fue más largo de lo esperado. Tuvimos que tomar un ferry hasta Stavanger para posteriormente tomar otro más- este mucho más corto- hasta llegar a Preikestolen. Atravesamos dos túneles bajo el mar, y por lo general el paisaje me resultó más bello que el del día anterior. Pequeños pueblos pesqueros con sus casas diseminadas a orillas del mar, que a su vez estaba cruzado por grandes puentes, alguno de ellos auténticas obras maestras de la ingeniería.

Asimismo, pasamos cerca de lo que parecía una refinería de petróleo, algo que no sería de extrañar si tenemos en cuenta que Stavanger es la capital petrolera del país. La autovía hasta aqui era de pago, y una vez allí, circundamos la ciudad sin detenernos en ella al carecer de tiempo suficiente. El tiempo apremiaba y no sabíamos cuanto necesitaríamos para subir al Preikestolen. Habíamos escuchado que unas dos horas de subida y otras tantas de bajada, y eso nos condicionaba el resto de planes.

Una vez que dejamos atrás Stavanger llegamos Oanes, un lugar donde debíamos embarcar el coche por segunda vez. Mientras esperábamos, anduvimos unos metros por un carril próximo para despejarnos un poco. Una mujer y una niña, que no pasaría de los 3 años de edad, se manejaban con gran soltura a lomos de un pequeño pony. Al fondo, para completar la espléndida estampa, un hermoso lago y varias cabras que vagaban a la intemperie.

En poca más de 15 minutos cruzamos el trozo de mar y tomamos tierra nuevamente. Comenzamos una pequeña ascensión y nos encontramos con un lugar acondicionado para usar canoas. Debía ser un lugar muy popular, puesto que decenas de coches se algolpaban a ambos lados de la carretera. Sobre nuestras cabezas se eregía una impresionante mole, que destacaba respecto al resto del macizo montañoso, cortado en dos por el fiordo Lysefjord (el fiordo de la luz).

Después de dejar atrás una serpenteante carretera, llegamos a Preikestolhytta, el lugar acondicionado para dejar los coches y emprender la subida a pie. Junto al parking había dos casas de madera con techo de césped, una de ellas era una tienda de recuerdos con precios muy caros (una botellita de agua costaba 4 euros), y junto a ambas edificaciones, se encontraba un hotel.

La ascensión a Preikestolen nos tomó más de dos horas, aunque hicimos una pequeña pausa. El recorrido fue bastante complejo en ocasiones y pienso que no todo el mundo está capacitado para completarlo. No obstante, centenares de personas subían y bajaban. Eran de todas las edades y condición física, lo cual me animaba a seguir el camino. Había desde personas de una edad avanzada, hasta jóvenes madres que hacían la subida con sus bebés de pocos meses a la espalda. También familias enteras con niños pequeños, aunque la mayoría de estos últimos eran noruegos, por lo que deduzco que el senderismo y el contacto con la naturaleza es algo muy popular en este país.

Asimismo, también había muchos extranjeros: italianos, alemanes, personas de Europa del este y españoles, muchos españoles. Tantos que en ningún momento nos llamó la atención como para detenernos y hablar con alguno de ellos.
Como anécdota, una familia suramericana nos precedió durante parte de la bajada, y el niño pequeño le dijo a su madre: “Mami, la señora que va delante me ha pisado el pie, pero me ha perdido perdón, y luego me ha preguntado si estaba bien. Bueno, o eso creo yo, porque me lo ha dicho en noruego”. Palabras de un niño suramericano a su madre en Noruega…En fin.

El ascenso a la cima se estaba haciendo cada vez más duro y complejo, pues a la altura que estábamos ganando comenzó a unirse una multitud de piedras que en ocasiones hacían desaparecer por completo el sendero. No obstante, las vistas recompensaban el esfuerzo realizado. Tal y como dijo Mari Carmen, era imposible captar tanta bellleza en una fotografía, puesto que incluso al mejor fotógrafo se le escaparían detalles de semejante hermosura paisajística.

Era imposible equivocar la ruta debido al increíble número de senderistas, lo que daba fe de la tremenda popularidad de Preikestolen, una auténtica maravilla de la naturaleza. Pequeños arroyos, lagunas y bosques sombríos, alternaban con espacios abiertos, hasta que al fin dimos con la primera gran vista del fiordo.
Aún restaban varios metros hasta los 604 de Preikestolen, pero a estas alturas, el panorama que podíamos contemplar ya era magnífico, con gran parte del fiordo como fondo. A nuestra derecha quedaba una cascada que caía en picado desde la falda de una montaña. El fino hilo de agua parecia frágil desde la distancia, pero el tremendo estruendo que emitía a cientos de metros, indicaba todo lo contrario.

Continuamos nuestra ascensión bordeando la falda de la montaña que ya en pocos minutos lograríamos coronar. El camino era cada vez más angosto y estrecho, y había un par de tramos que estaban habilitados con barandas de protección de madera ante el riesgo de una caída que resultaría mortal a todos los efectos.
A nuestra izquierda, el precipicio imponía, pero nada comparable a lo que sentimos cuando nos topamos al fin con el gran Preikestolen. La inmensa mole de piedra caliza estaba repleta de turistas, muchos de ellos tan osados como para tomarse fotos que a mi juicio rozaban la temeridad, sobre todo en el caso de una madre que portaba en brazos a su hijo, en el borde mismo del precipicio.

El tiempo, y principlamente el esfuerzo físico que requrió la empresa, invitaba a permanecer sobre la roca un buen rato para que la gran caminata mereciese la pena, por lo que la gente se tomaba el merecido respiro estableciéndose en el lugar y convirtiéndolo en un punto de avituallamiento.

Las vistas eran incomparables, el fiordo era enorme. Al fondo, los barcos parecían pequeñas maquetas, mientras que el día se mantenía despejado, por lo que no se podía pedir más. Eso sí, hacía algo de fresco, aunque mucha gente- la mayoría noruegos- lucía ropa veraniega, camisas de manga corta e incluso alguna chica iba en bikini. Supongo que encontraría el día lo suficientemente bueno como para obtener algo de bronceado.

Poco a poco el Sol comenzó a perder algo de protagonismo en beneficio de unas nubes que un rato después descargarían una pequeña tormenta. Ante el inminente cambio meteorológico optamos por volver. Ya conocíamos el camino de vuelta, y precisamente por ello quisimos emprender la marcha atrás cuanto antes. Se hacía tarde y el cielo estaba cada vez más poblado de nubes.

Para la vuelta empleamos algo más de una hora y media, pero aún así no pudimos evitar la lluvia en los últimos 15 minutos del descenso. La escena con arroyos repletos de un agua que fluían por doquier, la fina llovizna-que por un momento amenazó con convertirse en graniz-  y el suave sonido del viento, transmitían una sensación de inesperado sosiego, pero a la vez resultaba incómodo por la molesta lluvia. Todos estábamos de acuerdo en volver cuanto antes a Haugesund, puesto que si en el camino de ida teníamos dudas acerca de la posibilidad de visitar Stavanger, ahora ya ni contemplábamos tal posibilidad.

En algo más de dos horas regresamos a Haugesund y terminé el día viendo en mi habitación los minutos finales de un partido del Real Madrid en un Canal Plus noruego, al mismo tiempo que daba debida cuenta de una mala pizza que acababa de adquirir en un establecimiento cercano al hotel. El lugar no me agradó. Estaba vacío- quizás las 10.30 de la noche era muy tarde para un noruego- o puede que realmente el establecimiento no fuese muy recomendable. Me decanto más por lo segundo.

Me atendió un hombre de origen turco, que tras preguntarme mi procedencia, estuvo todo el tiempo con una sonrisa en su rostro que se me antojó artificial y dirigiéndose a mi en todo momento usando la expresión “amigo” en inglés. Cuando una persona emplea ese término una vez puede resultar afable, pero acompañar a cada frase con esa coletilla me transmite todo lo contrario: desconfianza.

Lunes 30 de agosto:

Aunque habíamos quedado en levantarnos más tarde que en los dos días anteriores, yo preferí volver a madrugar, con la diferencia de que el cansancio pesaba en todo mi cuerpo, principalmente por la tremenda caminata del día anterior.
Aún así, me levanté a las 8, bajé a desayunar y me di una vuelta por Haugesund. Mi primer objetivo fue su estadio de fútbol, el cual ya había divisado desde la carretera el día anterior. Pasé un túnel bajo la carretera, y a diferencia de lo que podemos imaginar de un túnel corto pero oscuro, estaba impoluto, nada de suciedad. Es una cosa que no debería de llamarme la atención, pero por desgracia así es.

Acto seguido pasé junto a la estación de autobuses, y justo después encontré el estadio, pero desafortunadamente estaba cerrado. A pesar de ello, lo que pude ver me dio la idea de un campo coqueto pero antiguo.

Regresé en dirección al centro de la ciudad, donde hice algunas compras – mucho menos de lo que acostumbro debido a los elevados precios- y cuando calculé que mis amigos estarían levantados volví al hotel, donde, efectivamente, apuraban su desayuno.
Pregunté en recepción si podíamos usar las bicicletas que se encontraban apostadas a las puertas del hotel y contestaron afirmativamente. Nos dieron dos llaves, una era para la bicicleta de caballero y otra la de señora.
En realidad para mi ambas eran bicicletas gigantescas, puesto que incluso la de señora a duras penas conseguía llegar a los pedales. De todas formas, para no haber pedaleado desde mi adolescencia, logré dar un apacible paseo por las calles adyacentes al hotel. En otro lugar hubiera sido una actividad extraña e incluso peligrosa, pero en Noruega las bicicletas son extremedamente populares. Todo el mundo las usa, sin importar la edad.

Estuvimos pedaleando por espacio de unos veinte minutos y a continuación quedamos con las dos parejas que habíamos conocido. La primera de ellas había vuelto de su crucero por Voss mientras que la otra pareja nos llevaba acompañando todo el viaje. Dimos un paseo por el centro, una calle peatonal que estaba bastante más animada que el día que llegamos. Es cierto que acompañaba el día, muy soleado.

Las tiendas eran variadas: se vendían maletas, ropas de marca, zapaterías, prensa, supermercados… No compré más que un par de recuerdos antes de poner rumbo a la zona portuaria. Allí había anclados muchos barcos, tanto de pesca como embarcaciones de recreo. Al mismo tiempo llegaba un ferry, probablemente el mismo que nuestros amigos tomaron el día anterior.
Eran varios los puentes que conectaban las dos partes en las que quedaba dividida la ciudad, y muy cerca de uno de ellos encontramos una estatua de Marilyn Monroe, aunque no se que relación pudo tener la otrora estrella de Hollywood con Haugesund.

Se acercaba la hora del almuerzo y pasamos junto a un establecimiento que vendía comida para llevar. No sólo nos sedujo el local, sino que también influyó en gran parte el hecho de que justo enfrente se encontrara un parque con varios bancos y un césped magníficamente conservado.

La persona que nos atendió hablaba español, y su historia es de lo más curiosa, puesto que aprendió nuestro idioma porque pasa todos los veranos en Chile. Simplemente veranea alli. Y ante mi pregunta obligada sobre si había visitado alguna vez España me dijo que sólo había viajado a las islas Canarias.
El hombre era un noruego típico: alto, rubio, ojos claros y cuidada barba. Su español era correcto, y cuando mis amigos se dirigían a él noté como a ellos les falta esa sensibilidad que yo he adquirido a la hora de dirigirme a la gente que no habla español con gran fluidez. Ellos le hablaban como si lo hicieran con cualquier amigo de su pueblo, sin cuidar lo más mínimo la rapidez a la hora de vocalizar, algo que yo siempre tiendo a hacer con mis alumnos principianntes y que siempre agradecen.

Junto al hombre, había una pequeña hucha en la que se recogían donativos para ayudar al pueblo chileno tras el desastroso terremoto que sufrió el país andino, lo cual demostraba hasta que punto llegaba su sensibilidad y compromiso con el pais donde veraneaba.
Una cosa que me llamó la atención de este hombre es que tanto en la forma de expresarse como en su mirada, denotaba una gran timidez. No obstante, fue muy amable con todos nosotros y en todo momento nos atendió en castellano. Yo me pedí unas patatas al estilo noruego junto con una salchicha troceada. Todo ello lo introdujo en un pequeño tapete. Las patatas al estilo noruego no terminaron de agradarme, estaban rellenas de pan en su interior, pero tenía hambre y di buena cuenta de ellas.
El Sol continuaba calentando, y amenizó nuestro improvisado picnic. Aún restaban varias horas para que nuestro vuelo pusiera rumbo a Málaga, así que tomamos el coche y visitamos la isla de Karmøy, conectada con Haugesund a través de un puente. Llegamos a Avaldsnes, uno de los lugares históricos más importantes de Noruega, aunque pocas personas fuera del país conocen la importancia que tuvo este lugar en el desarrollo de la historia europea. Durante la Edad Media fue sede del trono del Rey de Noruega, por lo que se convirtió en la primera capital del reino.

Lo primero que vimos fue la Iglesia de San Olav, y junto a ella un cementerio. A la espalda de la iglesia había una pequeña cancela que abriéndola conducía a un lugar lleno de restos arqueológicos, no en vano se advertía a la entrada que estaba totalmente prohibido excavar o portar detectores de metales.

Los restos hallados corresponden a diferentes épocas, desde la Prehistoria hasta la época vikinga. Se han hallado enterrados algunos barcos funerarios y fue aquí donde se estableció el rey Harald I de Noruega hacia el año 870. Precisamente por esta importancia histórica, se creó en el año 2005 el Nordvegen historiesenter, una especie de museo al aire libre en el que se ha construido una réplica que recrea fielmente un poblado vikingo. Antes de llegar se atraviesa una espesa arboleda y afortunadamente, aunque el tiempo cambió bruscamente, no nos terminó por llover.

El tiempo se nos echaba encima, por lo que pusimos rumbo al aeropuerto, donde esperamos más de lo previsto al comprobar como nuestro vuelo se retrasaba una hora, así que apuramos nuestros últimos momentos en el país de los fiordos. No había tiempo más que para resumir las experiencias que los siete viajeros habíamos vivido en este magnífico y aprovechado viaje…

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